Fue uno de los momentos más complicados de la gestión de Raúl Alfonsín y causó temor ante la posibilidad de un regreso de los militares al poder.
La democracia había vuelto hacía menos de tres años y todavía estaba endeble, mientras que el poder militar continuaba teniendo peso en la vida política argentina. Hace 35 años, durante la Semana Santa de 1987, el Gobierno de Raúl Alfonsín debió atravesar un delicado momento institucional con la primera insurrección militar tras la dictadura, tensión que concluyó con la recordada frase "la casa está en orden".
Tras el juicio a las juntas militares, en 1985, la tensión entre la Casa Rosada y las Fuerzas Armadas no encontró calma, ni siquiera con la sanción de la Ley de Punto Final: los militares querían que se limitara el accionar judicial contra aquellos que habían cometido delitos de lesa humanidad.
En ese marco, el mayor de Inteligencia, Ernesto Barreiro, se negó a concurrir al Juzgado que lo investigaba por cargos de tortura y asesinato perpetrados durante la dictadura militar y se amotinó en el Comando de Infantería Aerotransportada de Córdoba: aquel 16 de abril lo acompañaron otros 130 militares, para resistir la orden de detención que libraría la Justicia por su rebeldía. Así nació el levantamiento carapintada, denominado así por la decisión de los insurrectos de pintarse los rostros como en actitud de guerra.
La rebeldía militar rápidamente se contagió a otros lugares y tuvo su epicentro en la Escuela de Infantería de Campo de Mayo: desde allí se alzó el entonces teniente coronel Aldo Rico como una de las figuras más destacadas del movimiento insurreccional. Algunos de los planteos de los carapintadas era la remoción de la cúpula del Ejército y el establecimiento de lo que luego sería conocido como "obediencia debida".
El Gobierno radical ordenó al resto de las Fuerzas que obligaran a los rebeldes a que depusiera su actitud, pero nadie acató la directiva emanada desde Balcarce 50. Ni siquiera el afamado general de brigada Ernesto Arturo Alais, que iba a llegar a Campo de Mayo con tanques de guerra y tropas "leales" del II Cuerpo de Ejército con sede en Rosario, pero nunca llegó.
Ante la conmoción por la actitud de los militares acuartelados, la Plaza de Mayo rápidamente se colmó de manifestantes que salieron a las calles a respaldar al Gobierno democrático.
"He tomado una decisión. Dentro de unos minutos saldré personalmente a Campo de Mayo a reclamar la rendición de los sediciosos. Le pido a todos que me esperen acá y si Dios quiere y nos acompaña a todos los argentinos, dentro de un rato vendré con las soluciones, con la noticia de que cada uno de nosotros podremos volver a nuestros hogares para darle un beso a nuestros hijos y en ese beso decirles que le estamos asegurando la libertad", anunció el entonces jefe de Estado desde el balcón de Casa Rosada a la multitud en Plaza de Mayo.
"Para evitar derramamiento de sangre de instrucciones a los mandos del Ejército para que no se procediera a la represión y hoy podemos dar gracias a Dios: la casa está en orden y no hay sangre en la Argentina. Le pido al pueblo que ha ingresado a Campo de Mayo que se retire, que es necesario que así se lo haga. Y le pido a todos ustedes, vuelvan a sus casas a besar a sus hijos, a celebrar las Pascuas en paz en la Argentina", agregó.
Casi dos meses después, en el Congreso se aprobó la Ley de Obediencia Debida, por medio de la cual se absolvía de culpa a los militares de rango medio y bajo involucrados en delitos de lesa humanidad amparándose en haber cumplido órdenes de sus superiores: esa nueva norma había sido la llave para destrabar el levantamiento carapintada.